La guarda del ojo en la época del show

Jean Robert

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Resumen


Mientras escribo este artículo, estoy sentado frente a la pantalla de mi computadora. Sigo notas manuscritas en un cuaderno depositado al lado de la máquina. Quisiera seguir estas notas lo más fielmente posible, pero no puedo evitar el efecto tipográfico: al presentarse mi texto incipiente en letras de imprenta, la máquina modifica sutilmente mi relación con dicho texto.

Respeto mi plan general, pero la precisión tipográfica de la máquina me induce a cambiar la formulación de muchas frases. ¿Hago bien o mal? Me reprocho no haber seguido con más perseverencia la vía manuscrita. Decido hacer un experimento. Decido volver a escribir mi texto a mano antes de pasarlo a limpio.

Cierro mi máquina. Ahora tengo frente a mí una hoja blanca. En la mano, tengo uno de estos marcadores de pluma fina que parecen capaces de correr sobre el papel más rapidamente que las ideas. Mientras lleno la hoja con garabatos negros, ésta se transforma en página. En la historia de la escritura hubo períodos en que el estilete, o la pluma, se comparó con un arado y la linea escrita con un surco. La palabra página recuerda estos tiempos, ya que es un diminutivo de pagus, palabra que, entre otras cosas, significa campo. La pantalla ya no tiene nada de la materialidad de un suelo: no se labra, por lo tanto, no es una página. Trazar surcos con una pluma y teleguiar un cursor virtual son dos gestos, dos actos de índoles muy distintas. Sin embargo, a ambos se les llama escribir.


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